jueves, 4 de junio de 2009

#113

Una vez más camino bajo la ligera llovizna de la noche limeña, cuando siento que alguien me observa desde alguna parte del jardín a mi izquierda. Me detengo, giro la cabeza y puedo ver varios arbustos, algunas piedras grandes que supongo sirven de decoración para el grass, un árbol y algunas flores que crecen al lado de los escalones de la entrada de esta casa a la cual no había prestado mayor atención hasta ahora. Aún siento la mirada posada sobre mí, aunque no puedo ubicarla. No hay nadie en las ventanas ni en el pequeño balcón del segundo piso. Me paro de frente a la casa para ver mejor, y mientras la recorro con la mirada de un extremo a otro capto un ligero movimiento en el rabillo del ojo derecho. Me sobresalto. Las veces que esa clase de cosas han sucedido no han sido muy agradables. Mis músculos se tensan por instinto, aunque eso no sirva de mucho si las cosas van por el camino por el que fueron antes. Entonces escucho el maullido. Dirijo la mirada en dirección al origen del sonido casi sin pensarlo, acostumbrado a ubicar a mis gatos por sus maullidos durante años. Al lado de un arbusto, oculto por una sombra proyectada caprichosamente sobre el primer escalón de la entrada, un pequeño y regordete gato siamés me mira con curiosidad e inclina la cabeza hacia un lado. Me pregunto qué lo habrá llevado a maullar para llamar mi atención. Le sonrío y sigo mi camino recordando la época en que mis gatos me esperaban en la ventana de mi habitación al volver de clases.


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