Hace un par de noches, como todas las noches, abordé el bus interprovincial que me lleva a casa después de un día de trabajo. Me hundí en mi asiento, acomodé mi mochila en el asiento de al lado y me puse los audífonos para escuchar el CD de Beatles que había grabado esa mañana. Las personas seguían subiendo al bus mientras yo me perdía en la extraña pero fascinante psicodelia de I am the walrus, pensando cómo cuernos había llegado Lennon a la imagen de estar sentado en una hojuela de maíz. De pronto un olor familiar cruzó mis fosas nasales y se introdujo en mis pulmones, llenándome de pronto con la sensación vagamente sicodélica de estar saboreando la jugosa piel de un pollo a la brasa sin hacer más que escuchar a los Beatles.
¿De dónde salió ese olor? ¿Acaso había aparecido de pronto como una alucinación inducida por los devaneos psicodélicos de los Fab Four? Giré la cabeza hacia ambos lados, tratando de ubicar el origen de aquella alucinación, y no tardé mucho en encontrarlo, pues se hallaba en el asiento justo al otro lado del pasillo, donde una pareja devoraba con famélica voracidad la generosa mitad de un deliciosamente peruano pollo a la brasa.
Submarine never knows
Aunque no estoy seguro de en qué momento aparece mi gusto por los Beatles, sí estoy seguro de que fue algo inmediato, una de esas cosas que terminan por gustar en el momento mismo en que uno las prueba. Sea como sea, una de las canciones que mas me gustaban de pequeño era Yellow submarine, porque me resultaba graciosa y parecía una canción de piratas (al menos para mí). Ahora que la vuelvo a escuchar, sigo pensando que me recuerda a una canción de piratas, pero me resulta fascinante la forma en que McCartney podía hilvanar una historia tal que resulta tener sentido dentro de la canción misma, viviendo en un submarino amarillo y que los amigos vivan en la puerta de al lado.
Tomorrow never knows es otra de las canciones que me dejan pensando que la psicodelia realmente lograba duplicar ciertas experiencias extaeterrenales. La complejidad instrumental (guitarras distorsionadas puestas al revés, distorsión en la voz, una de las percusiones más oscuras que Ringo hubiera hecho hasta entonces) es apenas el principio de un viaje realmente extraño. Apaga tu mente, relájate y flota corriente abajo.
No quiero entrar en la discusión acerca de si estaban o no bajo la influencia de alguna sustancia cuando escribieron estas canciones y otras más, pero sí quiero decir que el resultado es fascinante, igual que son fascinantes las pirámides egipcias y los jeroglíficos encontrados en las tumbas faraónicas.
Cuarto de pollo con papas
Debe ser una de las cosas que más me gustan, al lado del spaghetti, la papa rellena, la Coca-Cola y el chocolate (además de una serie de vicios no relacionados la comida), y una de las cosas que procuro conseguir cada vez que puedo. Sin embargo, una de las cosas que más detesto es cuando alguien sube al ómnibus con un cuarto de pollo a la brasa y empieza a devorarlo ipsopucho, como decía Sofocleto, ante la vista y paciencia del no tan respetable que empieza a babear de forma inconsciente, en una suerte de performance grupal del perrito de Pavlov. No tengo nada en contra de que la gente se alimente, es más, me encanta comer, pero no soporto a los que se sientan a comer en un ómnibus interprovincial repleto de pasajeros, mientras aquel suculento aroma (mezcla de pollo cocido, condimentos varios y papas fritas) inunda el área de pasajeros y más allá, bombardeando de forma inclemente las fosas nasales de los hambreados (incluido un servidor) que aún debemos esperar un par de horas para llegar a casa y poder comer algo que probablemente no se parezca ni de lejos a lo que el degenerado de turno devora ferozmente a medio metro de distancia.
No es lo mismo que abrir una caja de comida en un área pública, el comedor de la oficina, el parque, la playa u otros lugares donde es de esperarse que la gente coma algo (grande o pequeño, suculento o no). Comer un cuarto de pollo a la brasa en un ómnibus interprovincial es una tortura que ni siquiera los tártaros se atrevieron a aplicar (primero porque no conocían el pollo a la brasa, y segundo porque hubiese sido un tormento tan grande que el torturado posiblemente hubiera muerto). Hacer eso es equivalente a arrojar a alguien a Siberia, desnudo y con un televisor que sólo transmitiese comerciales de café, chocolate caliente y viajes a Aruba.
Primera conclusión: Los Beatles nunca dejarán de sorprenderme.
Segunda conclusión: Eres un degenerado si comes pollo a la brasa en un ómnibus interprovincial.
'Nuff said.
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